Chile 2010
Primera Parte: La Recogida
Este terreno fue uno de los más importantes que he tenido. No solo por lo significativo del terremoto estudiado (uno de los sismos más grandes jamás medidos en el planeta), si no también por lo épico del contexto y porque generó muchas anécdotas.
El 27 de Febrero de 2010, a las 03:34 hora local, ocurrió un terremoto magnitud 8.8 en Chile que generó una ruptura de la interfaz de subducción de casi 500 km a lo largo de la costa centro-sur del país. La olas de tsunami que le siguieron alcanzaron una altura de más de 10 m en algunos puertos. Los efectos del terremoto y posterior tsunami causaron la muerte de más de 500 personas y cuantiosos daños a la infraestructura del país.
En ese tiempo yo me encontraba casi en la mitad de mi doctorado en Liverpool, y como el terremoto ocurrió a tempranas horas de la mañana, yo no supe nada hasta que desperté ese día y vi mi teléfono. Tenía un mensaje de mi amigo Ali que decía: “Hans, supe lo que pasó en Chile, espero tu familia esté bien”. Qué? Qué pasó en Chile? Qué tiene que ver mi familia?
Comencé mi doctorado en Liverpool en Septiembre del año 2008, y durante la primera mitad de mi tesis trabajé con datos sismológicos adquiridos en la Patagonia Chilena en el año 2007. En Noviembre del 2009, casi un año después de comenzar mi doctorado, volví a Chile por una semana a exponer mi trabajo en el Congreso Geológico Chileno. Nunca hubiera pensado ahí, que tan solo tres meses más tarde tendría que volver a Chile, y esta vez a un país completamente cambiado luego de sufrir una de las peores catástrofes naturales en su historia.
La mañana del terremoto, luego de leer ese mensaje en mi teléfono, encendí rápidamente la TV y sintonicé la BBC. Ahí estaba, un terremoto magnitud 8.8 había ocurrido en Chile y justamente en mi región, muy cerca de mi ciudad, Concepción. Un evento que nosotros, los sismólogos, sabíamos podía ocurrir en cualquier momento. Un evento generacional, que ocurre una vez en la vida. Y yo estaba a más de diez mil kilómetros de distancia, sin saber nada de mi familia y amigos.
Al segundo intenté llamar a mis papás, a mi hermano, a mi familia. Pero la comunicación era imposible. Las líneas telefónicas estaban cortadas, la señal de celular estaba caída, y las noticias en la TV eran también muy vagas e imprecisas. Pero yo estaba tranquilo, porque sabía que, siendo sábado, mi familia debía haber ido a la casa de campo en Santa Juana, al interior, como todos los fines de semana, y por tanto debían encontrarse a salvo, alejados de la zona epicentral costera. Además, en estos tipos de emergencia es mucho mejor encontrarse alejados de la ciudad, por todo el caos que tiende a surgir en las calles luego de una catástrofe similar.
Justamente las imágenes que comenzaban a aparecer en la TV desde Chile ya no eran solo del daño ocasionado por el terremoto y el tsunami, si no también del daño a las tiendas por el saqueo y acaparamiento que comenzaba a ocurrir en medio del pánico y la incertidumbre. Y es que, a riesgo de sonar apologético, el modelo económico ultra-neoliberal implantado a la fuerza en Chile durante dictadura, no solo priva a gran parte de la población de pan, educación y salud adecuados, si no que también genera la “necesidad primordial” de tener la pantalla de TV con más pulgadas y el parlante de audio con más watts.
La cosa es que luego de dos días, mi amiga Andrea, que había estado tratando de llamar a mis viejos continuamente, consiguió finalmente comunicarse con ellos y me informó que estaban bien en el campo, pero sin electricidad y evidentemente preocupados por la situación en el resto del país. Bueno, al menos mi familia y amigos estaban todos bien, aunque mi ciudad, Concepción, había sufrido muchos daños y aún era muy difícil comunicarse y acceder a la información.
Desde el momento en que ocurrió el terremoto ya nos empezamos a preparar en Liverpool para dar una respuesta lo antes posible y viajar a Chile a instalar estaciones para medir las réplicas y todo el proceso postsísmico. Afortunadamente aún teníamos estaciones midiendo en la Patagonia, lo que facilitaba de gran manera la logística de instalación ya que no necesitábamos hacer ninguna importación de instrumentos, algo siempre engorroso y lento. Por otra parte, el hecho de que los instrumentos estuvieran en la Patagonia significaba que primero debíamos ir allá, a recoger las estaciones para luego instalarlas en el área epicentral en el centro-sur. Y en el caso de instalaciones de redes sismológicas postsísmicas, lo fundamental es el tiempo de llegada a la zona de trabajo, porque el número y magnitud de las réplicas decrece logarítmicamente con el paso del tiempo, haciendo fundamental capturar el proceso lo antes posible para no perder información valiosa.
A esto se sumaba que volar a Chile inmediatamente luego del terremoto era prácticamente imposible. De hecho el aeropuerto internacional de Santiago había sufrido daños considerables, y su terminal de pasajeros había quedado inutilizable. Afortunadamente la pista de aterrizaje estaba intacta, por lo que se esperaba que los vuelos podrían recomenzar en pocos días. Normalmente, organizar una instalación postsísmica rápida implica desafíos complejos de logística a nivel de organización de recursos humanos y materiales. Pero cuando las vías de acceso aéreas y terrestres a la zona de estudio están cortadas, y la comunicación dentro del área es virtualmente nula, entonces esta tarea se vuelve una misión imposible. De cualquier forma, conseguimos reservar vuelos para dos semanas después del 27-F, el día 14 de marzo.
Iríamos a terreno yo y John, el técnico encargado de los instrumentos sismológicos en la Universidad de Liverpool. Mi supervisor, Andreas, iría unos días antes para reunirse con científicos chilenos y del resto del mundo en Santiago, para planificar y determinar las prioridades científicas en el área. A pesar de que John, de unos 60 años, tenía mucha más experiencia que yo, la responsabilidad de tomar las decisiones en terreno sería mía. Y por eso me sentía un tanto nervioso, ya que sería la primera vez que tendría la responsabilidad de organizar todo en terreno: desde la logística del transporte hasta el uso de los recursos humanos y materiales. Y esa prueba de fuego había llegado justo para uno de los terremotos más grandes en la era moderna de la sismología, y en mi propio país.
Aterrizamos en Santiago la mañana del 15 de Marzo. El terminal de pasajeros del aeropuerto estaba completamente inutilizable ya que el techo había colapsado. Por eso habían colocado una carpa gigante afuera del aeropuerto para hacer de terminal provisorio. La misma mañana que llegamos volamos de inmediato al sur, a Coyhaique, para recuperar las estaciones que estaban en la Patagonia. Y el problema era que no estaban instaladas en cualquier parte. Cinco de las siete estaciones que debíamos recoger estaban en los Fiordos Patagónicos, una de las zonas más aisladas de Chile, a los cuales sólo se puede acceder vía marítima.
Conseguimos un pequeño barco pesquero para que nos llevara a las estaciones. Partiríamos desde Puerto Chacabuco el día 17, y en total estimábamos que tomaría unos cinco días para recoger todo y volver a puerto. Al llegar a Puerto Chacabuco nos encontramos al ELHER II, un barco un tanto añoso, de 12 metros de largo, pintado azul y blanco. Lo que más recuerdo del ELHER II es el intenso olor a diésel, que hasta el día de hoy asocio con ese terreno en los Fiordos Patagónicos.
La tripulación de la lancha estaba compuesta por tres hombres. Desgraciadamente ya no recuerdo sus nombres, así que los llamaré el Capitán, el Cocinero y el Mecánico. El Capitán era un hombre de unos 50 años, muy reservado, con el aire melancólico de esos hombre de mar de antaño, y que conocía la batimetría antojadiza de los fiordos como la palma de su mano. El Cocinero era un hombre delgado y con la piel curtida por el viento frío de los fiordos, siempre dispuesto a ayudar en cualquier cosa. Y finalmente el Mecánico, el más joven de todos, de unos 30 años y contextura maciza, a menudo haciendo bromas que aliviaban las largas horas de navegación. A bordo íbamos en total seis personas, ya que además de la tripulación, John y yo, también estaba Nicolás, un estudiante de Geología de la Universidad de Concepción quien nos ayudaría con la desinstalación de los equipos.
El interior del ELHER II no era el de un hotel cinco estrellas precisamente. Teníamos un pequeño cuarto de no más de cuatro metros cuadrados en el que había un par de literas triples donde debíamos dormir todos. En una litera dormiríamos John (abajo), yo (al medio), y Nicolás (arriba), y en la otra el Cocinero y el Mecánico. La separación vertical entre cada cama era de unos 30 cm, y en el techo de la mía (base de la cama superior) había un poster de una doncella con abundantes atributos físicos. A pesar de parecer claustrofóbico, todo estaba milimétricamente calculado para brindar el máximo de confort en el mínimo espacio posible. Al lado del cuarto había una pequeña cocina/comedor, y encima de ésta el puente de mando, guarida del Capitán desde donde dirigía nuestros destinos. Abajo, en las entrañas del barco, estaba la sala de máquinas, con su sonido ensordecedor y aceite de motor brotando por todos lados. Finalmente, sobre cubierta, había una grúa y un pequeño bote a motor que nos ayudaría mucho para acceder a las difíciles orillas de los fiordos.
Comenzamos recogiendo la estación más cercana, TRGN, en la Isla Traiguén. Luego continuamos hacia HARC, Caleta Harchi, en Isla Humos. Todas estas islas pertenecen al Archipiélago de los Chonos, un conjunto de más de mil islas, grandes y pequeñas, separadas por valles submarinos esculpidos por el paso del hielo durante la era glacial del Pleistoceno. Las islas poseen una vegetación exuberante y se encuentran en su gran mayoría completamente inhabitadas. Las orillas suelen ser abruptas y algunas islas alcanzan más de 1500 metros sobre el nivel del mar. Los valles glaciares tienen típicamente una forma en U, lo que hace que las paredes de los fiordos sean verticales. El espectáculo es sublime.
En el trayecto nos acompañaron delfines (conocidos en la Patagonia como toninas), y por la noche, anclados al resguardo de una pequeña bahía, me zambullí a nadar en la inmensidad recóndita del fiordo. Recuerdo era una noche sin luna, muy obscura, y sentía algo de temor pensando en quizás qué criaturas misteriosas nadaban por debajo de mi en esas aguas profundas que muy pocos antes habían visitado.
Al otro día continuamos hacia el noroeste a la estación KENT, en la isla del mismo nombre. Y luego bajamos hacia el sur hasta la estación CLEM, en Isla Clemente, al extremo oeste de los fiordos, casi en pleno Océano Pacífico. Ya nos quedaba una sola estación por recoger y era la que estaba en el lugar más mágico de todos: Laguna San Rafael.
Laguna San Rafael es un Parque Nacional Chileno cuyo mayor atractivo es el glaciar San Rafael, que desciende lentamente desde los Campos de Hielo Norte hacia el océano, derramando en la laguna homónima témpanos de hielo azulado formados hace cientos de años. Entrar a la laguna no es fácil, ya que se requiere de experta navegación para sortear la caprichosa morfología glaciar que esculpió los fiordos por donde el EHLER II se hacía camino. Y no solo debía sortear islotes y estrechos pasadizos, si no también los macizos témpanos que como furiosas islas móviles poblaban el interior de la laguna. Pero como dice el dicho: “si la vida te da témpanos, prepara un whiskey con hielo”, a la vuelta de recoger la estación SANR me trepé sobre uno de los témpanos más amigable que encontramos y le extirpé un apéndice de hielo que luego utilizamos junto a una botella de whiskey que John tuvo el acierto de traer consigo. Seguramente para ese hielo milenario verter sus entrañas en aquel elixir escocés fue una muerte más gloriosa que derretirse lentamente en medio de la laguna salada.
Volvimos a Puerto Chacabuco el domingo 21 y manejamos hacia Coyhaique el mismo día para dejar los instrumentos recogidos y preparar la desinstalación de las últimas dos estaciones. Al día siguiente, el 22 de marzo, partimos en dirección sur hacia Lago Vargas donde se encontraba la sexta estación: LAVA. Paramos a dormir en Cochrane, y a la mañana siguiente fuimos temprano a desinstalar los equipos. Luego de recoger la estación, aprovechamos de ir a visitar la pintoresca Caleta Tortel, con sus infinitas pasarelas de madera. En la tarde, emprendimos el regreso hacia el Norte, hacia Puerto Tranquilo, en las orillas del lago General Carrera.
Camino a Puerto Tranquilo vimos huemules, cóndores, un bosque hundido, la confluencia de los ríos Baker y Nef, y hasta una extraña nube lenticular sobre el penacho blanco de uno de los cerros. Y cuando nos faltaba alrededor de una hora para llegar a Tranquilo, encontramos en el camino a dos mochileras Israelíes que hacían dedo. Subimos a estas chicas y las llevamos hasta Puerto Tranquilo, donde por la noche nos juntamos nuevamente para cenar y caminar a la orilla del lago. Una de ellas, Dana, hablaba español ya que su familia era de origen Uruguayo. Y era la chica más linda que había visto en mi vida. Una especie de Natalie Portman con acento rioplatense. Increíblemente bella.
La cosa es que quedamos con las chicas de juntarnos al mediodía del día siguiente, luego de que nosotros recolectáramos la última estación. Todos íbamos a Coyhaique y nuevamente las podíamos llevar. Pero la caprichosa Providencia querría otra cosa. Resulta que las coordenadas e indicaciones de dónde estaba TRAN no eran precisas, y nos pasamos horas buscando el acceso y el sitio exacto donde estaba la estación. Finalmente, cuando llegamos al cruce del camino donde encontraríamos a Dana, ya eran las cuatro de la tarde y no quedaba rastro de ella. Sin más, volvimos a Coyhaique y desde ahí tomamos un vuelo a Concepción donde nos esperaba la instalación de los instrumentos recogidos, esta vez en plena área epicentral.
Segunda Parte: El Despliegue
Finalmente estaba en Concepción, en mi ciudad. Pero en realidad era una ciudad muy diferente a la que había dejado poco más de un año y medio atrás cuando me fui de Chile. El terremoto había causado mucha destrucción. Habían escombros por todas partes, las calles estaban rotas, con grandes hoyos cada pocos metros, y en cada cuadra había una fachada o un edificio entero colapsado. Uno de los puentes que conectaba las orillas del río Biobío, que básicamente conecta la Península de Arauco con el resto del país, había colapsado completamente. La Ciudad Universitaria, el bello campus principal de mi Universidad, también había sufrido, y la Facultad de Ciencias Químicas, mi facultad, en cuyas aulas había tenido clases en mis dos primeros años de pregrado, estaba completamente en ruinas debido a un incendio que consumió el 100% del edificio. Y yo pensaba en todos esos experimentos y esas laboriosas tesis que fueron consumidos en pocos segundos por el fuego voraz que surgió a raíz del terremoto. Cuánto trabajo perdido, cuánto trabajo por rehacer.
La gente en Chile también había cambiado, al menos desde Santiago al sur. Hubo un antes y un después muy marcado por el 27-F. Las personas estaban cabizbajas, estresadas, y muchos vivían en crisis nerviosa debido a las constantes réplicas que alcanzaban hasta magnitud siete en algunos casos. Yo mismo viví decenas de estas réplicas y recuerdo calcular precisamente el azimut y las distancias epicentrales en mi cabeza simplemente contando los segundos entre las claras llegadas de las ondas P y S. Y no era el único haciendo sismología en Chile esos días. El léxico sismológico pasó rápidamente a ser de uso común en la población, y así me encontré con que todo el mundo sabía la diferencia entre magnitud e intensidad, conocían las distintas escalas de magnitud, y hasta hablaban de la tectónica de placas como si fuera la teleserie del momento. Luego del 27-F, todos los chilenos eran sismólogos y eso me ponía contento.
La desinstalación de estaciones en los fiordos había sido dura pero exitosa. Ahora quedaba la parte fácil, o al menos eso pensaba yo. Lo cierto es que habíamos decidido instalar las siete estaciones recogidas en Patagonia, más una extra que trajimos con John desde Liverpool, en la parte sur de la ruptura cosísmica, en sitios que ya habíamos utilizado antes durante un proyecto en el año 2005. El problema era que esta zona se encontraba en La Araucanía, una región históricamente disputada entre el gobierno Chileno y el pueblo indígena Mapuche. Para instalar una estación sismológica en esta región es necesario primero hablar con el lonko, el líder de la comunidad local y explicarle, (1) que no veníamos de parte del gobierno, y (2) que no teníamos ningún fin comercial ni de explotación de las tierras. Siguiendo estos pasos, generalmente teníamos buena acogida.
Rápidamente logramos instalar seis estaciones en un perfil este-oeste que pasaba por Curacautín, Victoria, Traiguén y Lago Lleu-Lleu. A John y yo se nos unió Matt, profesor de la UdeC con quien ya había trabajado en Patagonia el año 2006, y que trajo un grupo de sus estudiantes para ayudar en las labores. Incluso instalé una de las estaciones con la ayuda de mi familia, quienes a esa altura también ya eran sismólogos como el resto de los chilenos.
En uno de esos va y viene cargando e instalando equipos, iba por la carretera junto a dos estudiantes cuando la policía de tránsito me detuvo para hacer un control de documentos. Mientras buscaba mi licencia de conducir y los documentos de la camioneta arrendada, el carabinero me pregunta dónde vivo y yo le contesto en Concepción, para evitar toda la explicación larga que vivo en Inglaterra y estoy instalando sismómetros. El carabinero inspeccionó meticulosamente la camioneta en busca de algún detalle, sin encontrar nada, hasta que su cara se iluminó cuando vio el lugar de residencia en mi licencia. Estaba escrito ‘Lebu’, la ciudad donde crecí, y no ‘Concepción’, la ciudad donde ‘residía’ actualmente. El policía me explicó que no actualizar la licencia era una falta y que me cursaría un parte. En ese momento le dije que yo estaba haciendo un doctorado en sismología en Inglaterra, y que había venido a Chile a colocar estaciones sismológicas para medir las réplicas del 27-F. Pero él ya tenía tomada su decisión. Entonces lo confronté. Le pedí su nombre completo y grado, y le dije que si me cursaba un parte él tendría que responder por retrasar un trabajo científico que debía realizarse con urgencia. Poco menos le dije que sería juzgado por La Haya, la ONU, la CIDH, y por la Historia (así con mayúscula), aquí en Chile y en el resto del mundo. Los estudiantes miraban atónitos la escena pero el carabinero ni se había inmutado y estaba decidido a cursar el parte que terminaba su jornada. Caminó atrás de la camioneta para anotar los datos del vehículo y escribir la infracción. Yo lo miraba intensamente por el espejo retrovisor hasta que noté un atisbo de duda en su cara. A los pocos segundos volvió frente a mi ventana y me dijo una sola palabra: siga.
Seguimos. Nos quedaban solo dos estaciones por instalar, pero los sitios no eran de fácil acceso: Isla Santa María, al suroeste de Concepción, e Isla Mocha, hacia el sur, al frente de Tirúa. En esta fecha John tuvo que retornar a Inglaterra, así que quedamos solo Matt y yo para instalar las dos estaciones restantes. El problema era que a estas islas solo se podía acceder en avioneta privada o en una lenta barcaza que no tenía frecuencia constante y que muchas veces era suspendida.
De los dos sitios, el más fácil y cercano era Isla Santa María. Después de algunas tentativas por encontrar barcaza desde Lota, finalmente encontramos un piloto del Club Aéreo de la UdeC que nos podría llevar en un Cessna 177. La avioneta monomotor de ala alta tenía capacidad para tres pasajeros más unos 40 kg de equipos. Iríamos yo y dos estudiantes (Ingo y Paula), más el piloto, Raúl. Lo más complicado fue encajar adentro del avión el panel solar de 60W, que por sus dimensiones y rigidez fue sin lugar a dudas el pasajero más molesto antes y durante el vuelo. Así entonces despegamos el 2 de abril a las 10 de la mañana desde el Aeropuerto de Concepción, a bordo del Cessna 177 matrícula CC-SZC.
El cielo estaba inmaculado, sin nubes, y las condiciones de viento eran perfectas para volar. Aterrizamos alrededor de las 10:30 en la isla, y trabajamos durante cinco horas para asegurarnos que el cemento estuviera fraguado y la instalación quedara perfecta. Finalmente despegamos desde Santa María alrededor de las 17 horas, volando de vuelta hacia Concepción a lo largo de la línea costera. Ahí pude darme cuenta de la magnitud de los efectos del terremoto, que elevó las islas y penínsulas más salientes, retrasando la línea de playa varios metros hacia el mar. Hacia el este, el puente derrumbado sobre el Biobío adquiría tintes catastróficos visto en sus totalidad desde lo alto del cielo.
Finalmente quedaba sólo Isla Mocha por instalar, pero las condiciones meteorológicas empeoraron y del aeropuerto no nos autorizaron para volar hasta el 8 de abril al mediodía. Infelizmente al aproximarnos a la isla la visibilidad era tan mala que ni la lográbamos ver. Raúl decía que estábamos a dos millas, pero no se veía absolutamente nada. Luego de varias tentativas haciendo círculos, Raúl decidió que no era seguro intentar aterrizar y tuvimos que volver a Concepción. Mocha quedaba entonces para Matt, ya que yo debía volver a Inglaterra unos días después, el 14 de marzo.
Catorce de marzo de dos mil y diez. A muchos quizás esta fecha no les trae ningún recuerdo. Para mí significa solo una palabra: Eyjafjallajökull.
Epílogo: Eyjafjallajökull
Mi trabajo en Chile había concluido, y luego de la fallida instalación en Isla Mocha, pasé los siguientes cinco días con familia y amigos. Mi vuelo de vuelta a Europa contemplaba una conexión en Paris, para luego volar hacia Manchester. Partí desde Santiago el jueves 14 y aterricé al día siguiente en CDG. En el aeropuerto había una confusión gigante y muchos vuelos estaban suspendidos. La razón: un volcán había hecho erupción en Islandia y una nube de cenizas cubría Europa Occidental. Todos los vuelos hacia los países del norte habían sido cancelados. La confusión era total y la aerolínea solo nos ofreció una noche de hotel y luego nada.
Al día siguiente, el día 16, la confusión era aún mayor, y los pasajeros se acumulaban por centenas en las oficinas de Air France. La opción aérea estaba descartada, y para llegar a las Islas Británicas solo quedaban dos medios: Eurostar o ferry. El Eurostar, que normalmente hay que reservar con varios días de anticipación, tampoco era opción ya que en medio del caos aéreo ya estaba completamente reservado por semanas en adelante. Entonces quedaba solo la opción ferry. Ahí entró en acción Paula, la secretaria de mi instituto en Liverpool. No sé con qué subterfugio scouser pero mágicamente Paula consiguió el último billete para un ferry que salía desde Caen a Portsmouth. El problema era que el ferry partía a las 23 horas de esa noche, y yo aún estaba en París y ya eran las 18 horas. Ahí entró en acción mi amigo Damien.
A Damien lo conocí el año 2009 durante una excursión en el desierto de Marruecos. En ese tiempo él trabajaba en Turquía, pero ahora, en 2010, se encontraba de vuelta viviendo en Paris. El día anterior, el 15, nos juntamos a tomar una cerveza y ver si encontrábamos una solución a mi problema. Al día siguiente, luego que Paula encontrara ese billete dorado de ferry, llamé apurado nuevamente a Damien para que me ayudara a llegar a Caen. Por suerte encontramos un bus que, de llegar a la hora, me daría unos 30 minutos para recoger mi billete y embarcar en el ferry. Así me despedí de Paris y mi amigo en dirección noroeste. En ese momento no lo sabía pero la próxima vez que vería a Damien sería exactamente diez años más tarde, en el terreno más épico de mi vida: cruzando el Canal de Panamá a bordo de un barco de investigación francés en plena pandemia covid.
El bus llegó a tiempo, y ya en el terminal de ferry de Caen, con tan solo deslizar mi tarjeta bancaria en el dispensador automático, mi ansiado billete de ferry apareció como por arte de magia. Bendita seas, Paula! Ya sólo quedaba una noche a bordo del ferry y el tren final que me llevaría de Portsmouth a Liverpool.
Finalmente, a las 13:10 del 17 de abril, y luego de una combinación absolutamente no lineal de aviones, buses, trenes y barcos, desembarqué en la estación de Lime Street, en Liverpool. Lo que había vivido el mes anterior quedaría por siempre en mi memoria.